¿Quién hubiera dicho que nuestro planeta Tierra con una edad de 4400 a 4500 millones de años girando alrededor del sol se ha deleitado con un nutrido número de atardeceres?. Aunque en contraparte miles de especies han visto su atardecer por diversos factores desde un gran meteorito hasta el cambio climático.
Ella, Itzel una joven tarahumara que vive en el norte de México en una de las pocas comunidades Tarahumaras que existen en las zonas más altas de la Sierra Madre Occidental; ha terminado su larga jornada de trabajo se dispone a colocar la leña que su esposo ha cortado en el bosque cercano para abatir la fría noche. Una lechuza provoca que levante su mirada sus pómulos se contraen y sus grandes ojos oblicuos se dilatan para ver la belleza que se perfila al horizonte, un atardecer tan bello que sólo es perceptible en aquella región remota del territorio mexicano. Una gama de colores desfilan antes sus ojos una tonalidad anaranjada y rosada se conjunta con el grisáceo de las nubes, ella al ver el sol muriendo al filo de la montaña se remonta a la leyenda que le contaba su abuela sobre el origen del sol que ayudó a centenares de tarahumaras a cultivar su tierra. Ella continúa observando este fenómeno natural hasta el anochecer mientras los últimos gélidos vientos invernales comienzan a soplar contras sus mejillas.
Mientras tanto en otro punto de la república mexicana él señor mira su reloj que marca las 6:30 pasado meridiano, esto le indica que ha llegado la hora de salir del trabajo en oficina y salir a tomar las últimas muestras del día que ayudan a analizar las huellas que deja el jaguar en el fango; él, un biólogo mexicano de edad madura, con la comisión de contabilizar los últimos felinos salvajes que aún se encuentran en su estado natural en aquella selva remota de la península de Yucatán; camina pocos kilómetros y observa detalladamente el suelo; siente pisar los suaves musgos provocados por la humedad del área, cuando de pronto, su marcha se ve detenida al ver lo que al parecer, son las eses de un felino debajo de un frondoso árbol característico de la región. Se cerciora que en realidad sea residuo de un felino, y va más allá lo palpa; se encuentra con que seguía caliente esto significaba que el jaguar podía estar cerca; observa a su alrededor procurando hacer mínimos movimientos para evitar cualquier ruido y asustar al animal, que podría estar en el lugar; espera unos minutos en completo silencio, presiente que ya no se encuentra ahí sino en un lugar distinto tal vez acechando su próxima presa; y luego, el científico decide tomar un descanso, en un gran tronco situado ante él. Coloca su espalda en la superficie resbalosa de la corteza y cierra los ojos un momento. Escucha varios sonidos provenientes de la copa del árbol, que le hacen abrir sus parpados inmediatamente, imagina que puede ser uno de las muchas especies de pájaros comunes de la selva, y al levantar su cabeza ve una figura esbelta, reposando sobre las altas ramas, recibiendo los últimos rayos del atardecer; sus largos años de experiencia le obligan a contener la respiración y mantenerse inmóvil, tratando de descifrar a través de la posición y el tamaño de las manchas de la piel del animal, el nombre de uno de los pocos jaguares existentes en la reserva; sin lograrlo, del todo, por la poca luminosidad que había. Mas decide mantener la vista y observar el atardecer que se filtraba por el espacio despejado entre las ramas de aquél frondoso árbol, los colores rosados y violetas abrían paso a la oscuridad y cree apreciar las primeras estrellas que se difuminaban entre las ligeras nubes con tonalidad anaranjada, ve pasar una parvada de aves que al mezclarse con las estrellas, nubes y el cielo transforman la imagen en una hermosa pintura al óleo con la esperanza de un jaguar, uno de los pocos sobrevivientes que seguramente espera más atardeceres en las copas de los árboles.
Al mismo tiempo, en una paradisiaca playa en el otro extremo del país en la península de California, una joven pareja disfruta del descanso en la arena, sus manos unidas dan a conocer a la brisa, el amor y la confianza que se tienen mutuamente, ellos esperan el atardecer sabiendo que quieren envejecer y continuar con la posibilidad de observarlo juntos, buscando sentir lo mismo que en esas añoradas vacaciones. Ante los dos pares de ojos, ven como el astro rey se va sumergiendo en las profundidades del océano, tiñendo las aguas del Pacífico y su cielo, en un rojizo claro, la cresta de las olas ya no son blancas sino rosas, las nubes también dejaron su blancura, convirtiéndose en unos afelpados algodones rosados. El mundo color de rosa así lo veían los enamorados, un crepúsculo que desearán mantener en su memoria el resto de sus años.
El mundo sigue, rotará todos los días, el sol nace con los amaneceres y muere en los atardeceres, el día que esto se detenga, se romperá el ligero equilibro de la vida y la muerte, que rigen todos los ciclos.
JORGE EDUARDO DE LEÓN MARTÍNEZ.